John Boyes

Tal vez la foto más conocida de John Boyes, donde se lo ve armado de su Lee-Metford calibre .303 British.

El rey de los kikuyus

Nuestro hombre nació en Yorkshire, Inglaterra, en 1874, pertenecía a la clase baja de la burguesía, ya que su padre era zapatero, pero no él. A la edad de trece años se embarcó como grumete en un barco pesquero, a partir de entonces hizo de todo, fue mercenario, viajó extensamente por Brasil y finalmente llegó a la costa occidental de África, la cual recorrió hacia el Sur. Hallándose en Durban supo de la guerra contra los matabeles y, sin pensarlo dos veces  se unió al contingente enviado por Cecil Rodhes y comandado por Selous. Al finalizar la contienda se dirigió al Norte y en 1899 llegó a Mombasa, donde se enteró sobre levantamiento de tribus sudanesas, y que se pagaba bien a quienes transportaran vituallas desde la costa hasta el lago Victoria.

Compró una recua de asnos y, cargándola con víveres, se dirigió a Uganda. El viaje fue catastrófico, pues las moscas tse-tsé  aniquilaron a los animales de carga y Boyes tuvo que transportar en su espalda y en la de los porteadores la carga. A los tres días tuvo un ataque de malaria y, al despertar tres días después, vio que sus hombres habían desaparecido. Estaba solo y rodeado de cajas con víveres. La situación era desesperante, pero Boyes llegó a la conclusión de que habría desertores de otras caravanas que iban por delante. Así que con el rifle un Lee-Metford del .303 British en mano se sentó a la vera del camino a esperar.

John Boyes cruzando un río en una balsa improvisada.

 

Los días fueron pasando y él coleccionando de buen grado, o no, a los porteadores que volvían a sus casas. De este modo llegó a Uganda, vendió su cargamento y obtuvo unas doscientas libras de ganancia. Aunque el negocio salió bien, el riesgo era mucho, pero se dio cuenta que en las inmediaciones habitaba la tribu kikuyu y, a pesar de la fama de traicioneros, astutos y asesinos, eran agricultores. Dirigió sus pasos hacia sus hostiles tierras gracias a un ardid, en forma de gran recompensa, que hizo a siete nativos locales, uno de ellos conocía la lengua de dicha tribu. En su camino fue detenido por un sargento británico al mando de una patrulla y lo llevó de muy malas formas a un fuerte que acaban de construir para proteger la ruta delas caravanas a Uganda.

-¡Usted debe estar loco! Yo no entraría en esa región sin una ametralladora Maxim y una compañía de askaris bien entrenados.

-Nadie le pide que vaya, yo sí, iré –replicó Boyes.

-No irá, este distrito está a mi cargo.

-Entonces lo rodearé y entraré por otro sitio –sentenció Boyes y lo hizo.

El viaje le llevó varias semanas, tuvo que franquear un puerto a mil trescientos metros de altura en los montes Aberdares para entrar en la región kikuyu. Ésta era, y es, muy buena para la agricultura, pues se trata de valles cruzados por ríos que regaban sus shambas o cultivos.

El primer contacto fue difícil, ya que los nativos al verle salieron corriendo dando voces de alerta y en un santiamén cientos de guerreros pintarrajeados y armados acudieron. Éstos se acercaron lentamente en grupo golpeando al unísono los pies contra el suelo, así sus carracas emitían un sordo y amenazador sonido. En nada de tiempo se vio rodeado de unos quinientos guerreros vociferantes.

Como era absurdo enfrentarse, John escondió su rifle entre la hierba y se adelantó con un haz en la mano, como señal de paz. Gracias al convulso traductor, pidió ser conducido ante su jefe, pero el mandamás de la partida de guerreros le interrumpió preguntando dónde estaba en resto de la expedición.

-No hay ninguna expedición –contestó Boyes.

-¿Dónde están tus armas?

-No tengo, he venido en misión de paz.

-Te llevaré a la aldea.

Los kikuyus de entonces se dividían en gran cantidad de tribus o clanes y se hallaban en guerra constante entre sí. Usualmente las aldeas se construían en lo alto y se despejaba el terreno para que no sirviera de escondite a los atacantes. Y de esta guisa era a la que fue conducido ante la presencia de del jefe Karuri, quien no era uno como tal, ya que los kikuyus basan su gobierno en un consejo.

La aldea estaba rodeada de una boma o empalizada alta y tenía un pequeño túnel a modo de entrada. De hecho, Boyes cruzó la muralla a cuatro patas. Con el jefe no le fue bien, pues se negaba a vender alimentos a los blancos por temor a que éstos quisieran establecerse, pero Boyes le dijo que los blancos nunca vivirían en una zona pantanosa conocida como Nairobi, que quiere decir Lugar de Agua. No obstante, permitió que una mujer le trajera una calabaza con agua al sediento viajero. Boyes le echó unas sales para purificarla, este truco ha sido usado por varias películas del cine. El agua comenzó a burbujear y, sin más, la bebió. Los nativos comenzaron a gritar que él era capaz de hacerla hervir y le preguntaron si eso no lo mataba. Él contestó audazmente: -¿Es que no sabes que es imposible matar a un hombre blanco?

Los kikuyus eran agricultores-cazadores-recolectores, como vemos en esta foto en busca de miel.

Esta baladronada le causaría serios problemas más adelante.

Al ver el efecto que había causado, mandó a buscar su rifle y disparó contra un gran baobab, atravesándolo. Los nativos no salían de su asombro.

-La bala no solamente atravesó el árbol, sino también la montaña de enfrente. -Y agregó- mis proyectiles no se detienen jamás.

Todos estaban impresionados, Karuri menos y no se arredró antes las demostraciones. Boyes se fue a dormir con un sentimiento de frustración total. Por la mañana unos gritos terribles lo despertaron, cogió su rifle y al salir de la choza, que le habían asignado, vio que la aldea estaba siendo atacado por un clan rival. Todo estaba en llamas. Los enemigos habían superado la boma y Karuri intentaba reunir a sus guerreros para hacerle frente.

Fue su gran oportunidad, los atacantes no esperaban ver a un hombre blanco y menos que los matara con la facilidad de un Lee-Metford de cerrojo con cargador de 10 cartuchos calibre .303, que con un disparo atravesaba a varios guerreros protegidos por sus escudos. La carga enemiga se frenó en seco y Karuri aprovechó el momento para contraatacar desbandándola. La inevitable derrota se trocó en victoria. Y John Boyes aprovechó la oportunidad.

-¿Sabes que ellos volverán? Y sin mi ayuda no podrás rechazarlos. Ahora, ¿quieres comerciar?

Otra aportación suya fue que al tratar con yodo a modo de desinfectante, los heridos curaron con desconocida rapidez, evitando las infecciones y más muertes.

Nuestro hombre se había salido con la suya y reunió una ingente cantidad de alimento gracias al trueque de unos pocos centímetros cúbicos de yodo por 20 libras de harina. En su camino de regreso se topó con la construcción de la vía férrea de Mombasa a Uganda, la famosa de los Devoradores de Hombres de Tsavo. Allí tenían unas necesidades de alimentos enormes para la gran cantidad de coolies que habían traído de la India. Sin más vendió su cargamento con un beneficio de 400 libras y volvió a territorio kikuyu por más.

Al llegar, Karuri lo recibió como el protector. Esto no pasó desapercibido a los demás clanes quienes veían en esta unión un serio peligro y comenzaron a atacar los cargamentos que Boyes enviaba. Esta crisis llegó a su punto álgido cuando otro clan atacó a una caravana de árabes y se hizo con unas decenas de rifles. Ello rompía su superioridad, pero Boyes no se amilanó e inició la instrucción militar de un grupo de guerreros que juzgó más aptos. De este modo, los nativos formaban una fila de arqueros para disparar al unísono; a su vez colocó a los lanceros de forma que replicaban la falange macedónica y a una voz ponían rodilla en tierra para dejar el campo libre a los arqueros. Acto seguido avanzaban y repetían el movimiento.

A la línea de arqueros precedía una de lanceros como si de una falange macedónica se tratase.

Con sus nuevas tropas listas atacó la aldea de los que se habían hecho con los rifles de los árabes y, ante la sorpresa y decisión de sus tropas, cayó inmediatamente y pudo apoderarse de las armas de fuego. Sólo treinta estaban en condiciones de uso y con ellas formó su guardia personal.

El éxito de sus hazañas era costoso, pues debía mantener a un grupo selecto de tropas, pero trajo aparejado que otros clanes quisieran unirse bajo su protección, generando una mayor fuente de ingresos en alimentos, que a su vez él vendía al ferrocarril. Sin embargo, no podía mantener patrullas que protegieran el amplio territorio que ya poseía. Entonces, intentó pactar con las tribus enemigas, pero éstas tomaron el hecho como una debilidad y atacaron. Una guerra a gran escala se inició de la noche a la mañana, muchas aldeas de un lado y del otro fueron destruidas.

Boyes intentó parlamentar nuevamente, pero exigió a sus enemigos que debían pagarle en cabras y mujeres jóvenes, a razón de cien ovejas por cada hombre muerto y treinta por mujer. Los jefes enemigos le enviaron algunas mujeres viejas, que a decir de Boyes “no valían ni diez ovejas”.

La guerra prosiguió hasta que las tropas de John se impusieron, pero le llamó poderosamente la atención que una vez concluida la batalla, ambos grupos se reunieron a comer juntos y comentar los momentos más duros de la misma.

La incierta paz

Y ahora venía la construcción de su reino, para ello deambuló por el territorio concertando uniones y entonces…, fue elegido rey de los kikuyus. Pero la tragedia no tardaría en aparecer, ya que él había dicho que los hombres blancos eran inmortales y el clan de los chingas atacó una caravana de tres goaneses, matándolos. Esto inició una rebelión en varias tribus por las montañas Aberdares, ya que los hechiceros dijeron que los tres blancos muertos eran hermanos de Boyes.

En ese momento Boyes iba de camino a la tribu chinga (que originó la revuelta al matar a tres blancos) para comerciar con marfil. Dejó el cuerpo principal de la expedición y se adelantó con cuatro hombres. Iba montado en una mula blanca, por tanto se distanció de éstos, ya que tenía una fe ciega en convencer al jefe chinga.

En un recodo del camino la mula se negó a seguir y salió de la senda, Boyes pensó que era un hecho alarmante, dejó que el animal siguiera por donde quería y por la tarde llegó a una aldea. El jefe de ésta se llamaba Bartier tembló de miedo al verle, pero le dijo que toda la comarca se había alzado contra él y el ejército chinga, compuesto por varios miles, venía a su encuentro. Mientras hablaba con Bartier, llegó uno de sus cuatro hombres dando trompicones, e informó que habían caído en una emboscada en aquel recodo del camino que la mula se negó a seguir al haber olfateado a los guerreros.

Ante el temor de Bartier de que su aldea fuera aniquilada por los chingas le pidió que siguiera viaje, entonces, John montó una gran boma a unos cientos de metros. Aún no la habían finalizado cuando escucharon llegar a las avanzadillas del ejército enemigo.

Con la aparición del resto de las fuerzas que enarbolaban las cabezas de los tres goaneses, los chingas iniciaron su danza de guerra y demás preparativos, como comer raíces narcóticas. La situación no podía ser peor, pero después de analizarla optó por una carga contra los chingas. Sus guerreros se quitaron las carracas para no hacer ruido. Esto les posibilitó acercarse a la gran hoguera que habían encendido con total sigilo. Una nube de flechas y varios disparos hicieron presa en los chingas, que eran un blanco perfecto al estar a contraluz del fuego. Así, con varias andanadas, desbandaron al contingente enemigo.

Boyes sabía que ésa era una victoria temporal, pues los chingas se reunirían  y volverían a la carga, pero se enteró por un correo que Karuri y otros jefes venían a marchas forzadas en su ayuda. Se decidió por la retirada hacia territorio amigo y, al llegar a un gran barranco cubierto de maleza que no dejaba ver absolutamente nada, Boyes intuyó que ése era un lugar ideal para lo emboscaran. Dio el alto, de inmediato una flecha cruzó ante su cara y se inició el combate cuerpo a cuerpo. John disparaba a diestra y siniestra, se enfrentó a un gigante negro al que desmadejó de tres tiros a bocajarro. En tanto, llegaban más y más enemigos, pero también las fuerzas de Karuri hacían su entrada. Finalmente, se hizo con la batalla que dio comienzo a la invasión del territorio chinga al que dejó en llamas tras su paso.

 

 

John Boyes en el Enclave de Lado en 1909, cuando abatió a dos elefantes al unísono. Obsérvese el de la izquierda, es el de 150 libras, el mayor que cazó en su vida.
(Cortesía de Tony Sánchez-Ariño, de su libro Cazadores de Elefantes, Hombres de Leyenda).

 

A partir de entonces su reinado fue de paz y bonanza, pues sus caravanas podían cruzar cualquier territorio. Boyes aprendió la lengua kikuyu y supo utilizar su influencia contra unos y otros para afianzar su poder. No todo fue en beneficio de Boyes, ya que aportó sus conocimientos para bien de los nativos. En una oportunidad, intentó a atajar un brote de viruela haciendo recluir al enfermo en una choza, pero a los pocos días, al volver por aquella aldea, vio a éste paseándose libremente. El mal estaba hecho y la epidemia cundió matando a mucha gente, a pesar de que pidió vacunas a Mombasa y las usó en centenares o miles, otros tantos perecieron. A la viruela, siguió una gran sequía y a ésta una plaga de langosta. La hambruna se abatió sobre el territorio. Puso en práctica un sistema de subsidios alimenticios, pero todos sabemos cómo termina eso, la molicie y el desdén se hizo carne en esas gentes, no sé si les suena a algo parecido que acontece en nuestras tierras. Boyes cortó por lo sano, haciendo uso de sus ejércitos para echar del territorio a todos los menesterosos que no querían trabajar. ¡Qué tiempos, qué ejemplo!

Al tiempo, un correo le informó que un gran safari al mando de dos británicos munidos de telas de colores, las conocidas como americani, en suajili, por estar fabricadas en los Estados Unidos, habían entrado en el territorio. Supo que pertenecían al Imperio y reunió a los jefes de los clanes para advertirles de la buena nueva, ya que se construirían carreteras y otros adelantos propios del progreso.

Formó una gran fuerza para presentarse ante los oficiales británicos y entregarles esa gran porción de territorio de la que era rey.

Al llegar, el oficial en jefe le preguntó: -¿Es usted John Boyes?

-Sí -dijo lleno de orgullo.

-Arresten a este hombre.

La situación se tensó al llevarse a cabo dicho atropello, más aún cuando les fue arrebatada su bandera y los distintivos que Boyes había dado a los suyos. Entonces Karuri y otros jefes no lo dudaron y avanzaron con violencia. El oficial británico retrocedió en sus decisiones, pero Boyes quedó arrestado. Por la tarde fue conducido antes los otros oficiales  y se le acusó de haber emprendido al guerra y establecer shauris (tratados) usurpando la representación del gobierno. Es decir, chocaba con el funcionariado y el establishment. Ante cargos capitales fue conducido a la recién fundada Nairobi, donde intentó reunirse en vano con las autoridades. Finalmente, un subcomisario le dijo que era un criminal peligroso y que sería enviado a Mombasa en tren.

Grupo de guerreros chingas, como aquellos a los que Boyes tuvo que enfrentarse

Fue internado en el viejo fuerte portugués de la ciudad y se inició el juicio, donde la acusación presentó nativos que decían haber sido torturados por Boyes al clavarles una finas agujas e introducirle un líquido desconocido. Y así, un  sinfín de acusaciones cuanto menos similares a las que hoy cabría esperar. Finalmente el juez, que tenía sentido común, concluyó: -En mi opinión el señor Boyes hizo lo que mejor cabía dadas las circunstancias. Queda sobreseído el caso.De esta forma los funcionarios de la Corona se sintieron ultrajados, pero también se dieron cuenta de que sin Boyes no podían hacer nada en el territorio. Después de muchas expediciones hacia tierras kikuyus, donde Boyes hizo de intérprete, guía y consejero, fue premiado con una granja de mil acres en lo que hoy son los suburbios de Nairobi.

Gracias a John Hunter, sabemos más cosas personales de John Boyes, como relata en su libro África Virgen, escrito en colaboración con Daniel P. Mannix, como la primera vez que se encontró con él en el bar de viejo Hotel Norfolk, donde presenció una agria discusión entre un viejo cazador blanco llamado Riddell y un hombrecillo, tal cual lo narra, que resultó ser John Boyes. En dicha ocasión Boyes agredía de palabra a Riddell porque éste no quería acompañarle a Abisinia debido a su desconocimiento del terreno y zanjó la discusión con: -Te pesará, acuérdate de mis palabras. Iré solo a Abisinia, compraré allí caballos y asnos y te haré ver lo imbécil que eres.

Continúa Hunter diciendo que “… no volví a pensar en el asunto hasta que, cosa de un año más tarde, mientras iba por la Vía del Gobierno, en Nairobi,  contemplé un espectáculo asombroso. A lo largo de la calle venía una caravana de camellos, todos ellos cargados con el más bello marfil que fuera dado contemplar jamás. Tras los camellos había una larga hilera de asnos y caballos, todos, al parecer, de primera clase. Y a la cabeza del safari, cabalgaba John Boyes”.

La historia de este safari comienza esa misma tarde de la discusión con Riddell, pues al salir del Norfolk se dirigió al antiguo campo de polo, donde los colonos solían hacer carreras de caballos y de los pocos chelines que tenía logró  reunir cuatrocientas libras con las cuales compró todo lo que él creía necesario, y en compañía de unos pastores somalíes… se dirigió a Abisinia, sin saber lo que le esperaba.

A su vuelta a Nairobi, cuando lo vuelve a ver John Hunter en su entrada triunfal con marfil propio y del comisario de distrito, a quien había sabido estrujar bien con el precio por el transporte del resto del cargamento debido al peligro de tribus hostiles. No obstante, dicho funcionario se negó a pagar lo convenido, aduciendo que el peligro no había sido tal y que le pagaría lo normalmente establecido: una rupia por milla. John no quiso saber nada y fue al Norfolk a beber su amargura, pero allí había una asamblea de colonos a causa de diferencias con la administración.

John les arengó y los condujo al palacio del gobernador y al llegar con esta turba enfurecida, les dijo: -¡Dejadme que me las entienda con él!

El funcionario le atendió de inmediato y Boyes, abriendo la ventana y apuntando a la multitud, le dijo: -Esos magníficos camaradas están furiosos por la manera en que he sido tratado en el asunto del marfil, e insisten en que se haga justicia.

Al salir comentó a los colonos: -El gobernador ha prometido examinar el asunto con toda atención.

Solamente omitió decir que llevaba un cheque en el bolsillo por la cantidad completa y pactada en su momento por el citado transporte.

Hacia el final del Enclave de Lado, en 1909, John Boyes llegó a la zona para dedicarse a la caza del elefante en pos del marfil. Su armamento se componía de su fiel Lee-Metford del .303 British y un novísimo Greener del .450/.400 3”.

Askaris como éstos fueron los que arrestaron a John Boyes. Obsérvese que, aunque la foto es de la década de 1890, aún están armados con los fusiles Martini-Henry .577/450.

 

Sus andanzas fueron muy prósperas, pues cazó una cincuentena de animales, llegando a abatir uno de 150 libras cada colmillo y otro de 125 y 111 libras. A su regreso de uno de estos exitosos safaris fue cuando John Hunter relata su segundo encuentro con Boyes al entrar éste por la Vía del Gobierno en Nairobi.

Un rifle express Greener calibre .450/.400 3” como éste fue el utilizado por Boyes, junto con su Lee-Metford calibre .303 British.

 

Sus safaris en pos del oro blanco no se limitaron al Enclave de Lado, sino que hizo muchas incursiones por Etiopía, además de Kenia, la antigua África Oriental Británica. La creación de ésta se debe a que en 1886, el gobierno británico animó a William Mackinnon, quien ya tenía un acuerdo con el sultán y cuya compañía mercantil comerciaba extensivamente en África Oriental, a establecer la influencia británica en la región. Fundó la Asociación Británica de África Oriental, que dio lugar en 1888 a la Compañía Imperial Británica de África Oriental. La empresa administraba alrededor de 150 millas (241,4016 km) de costa desde el río Tana hacia Mombasa y el África Oriental Alemana, terrenos que habían sido alquilados a el sultán. La esfera británica de influencia, acordada en la Conferencia de Berlín de 1855 (no confundir con la del 15 de noviembre de 1884 y el 26 de febrero de 1885) se extendía más aún al Norte por la costa y tierra adentro de la futura Kenia, y en 1890 incluía asimismo a Uganda.

John Boyes con el fruto de una cacería de elefantes en el Enclave de Lado en 1909, donde se ven las parejas de colmillos de 150 libras y de 125 y 111. (Cortesía de Tony Sánchez-Ariño, de su libro Cazadores de Elefantes, Hombres de Leyenda).

 

Sin embargo, la compañía comenzó a tener pérdidas, y el 1 de julio de 1895 el gobierno británico proclamó un protectorado, haciendo a Uganda parte del mismo en 1902. Ese mismo año, el Sindicato Británico de África Oriental recibió una garantía de 500 millas cuadradas para promover la colonización blanca en el interior. La capital fue desplazada desde Mombasa a Nairobi en 1905, y el 23 de julio de 1920, el protectorado se convirtió en la colonia de Kenia. Nuestro hombre hizo una pequeña fortuna con sus andanzas en ese país como rey de los kikuyus, pero más aún con el marfil del Enclave de Lado, donde se cree que obtuvo unas 1.200 libras, si pensamos que cada una se pagaba a libra esterlina, sin lugar a dudas era una fortuna, ya que un rifle con el Greener del .450/.400 3” que utilizó costaba en ese momento entre 50 y 135 libras, según el modelo. Es decir, que podría haber comprado, promediando unos 16 rifles y si tenemos en cuenta que un rifle como éste costaría en la actualidad entre 20.000 y 50.000 euros, más o menos nos da una idea.

En 1928 publicó un libro, The Company of Adventurers. John Boyes falleció el 21 de junio de 1951 en su finca de Nairobi, un cortejo de los más conocidos personajes de la colonia acompañó los restos mortales de este pequeño gran hombre. Su caso es único en la historia.

John Boyes en su vejez, en compañía de guerreros kikuyus.

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