El rey del bosque

Brama en Argentina

Finales de febrero, ya estaba próxima la brama, esa época que descontrola al ciervo macho en nuestro hemisferio, y que enciende, de año en año, el fuego sagrado en el pecho de los cazadores. Es ese llamado de la naturaleza que, como un poderoso imán, actúa sobre los deseos heredados de nuestros mayores de ir por el bosque tras ese sonido brutal, mezcla de toro y lobo, que retumba en plena noche, antes que amanezca y al anochecer, y que nos deja aterrados e inmóviles cuando lo sentimos cerca, sin poder ver a quién lo emite.  Ese eco mágico es un concierto para el aguerrido cazador, que desde mucho antes del amanecer lo espera escuchar en algún recóndito lugar del monte, pisando la escarcha propia del amanecer dentro de esos caldenales de nuestra hermosa Patagonia Argentina.

¡Cuántas veces lo escuchamos sin poder verlos, cuántas lo alcanzamos a ver como una sombra, cuántas nos preguntamos cómo hacen para moverse a esa velocidad, con tamaña cornamenta y dentro de esas espesuras!

Nuestra presencia respondía a la invitación de Américo, amigo y dueño de una estancia situada al norte de la Patagonia, quién nos comentaba sobre la presencia de un macho excepcional, al cual vio saltando un alambrado en una esquina del campo, entrando a un pequeño maizal, nos informaba que repetía casi a diario y a la misma hora sus entradas.

Una zona de hermosos caldenales, de transición entre la Pampa Húmeda y la Pampa Seca, donde habita gran cantidad de caza, como ciervos colorados, gamos, axis, antílopes de la India, jabalíes, pumas y una muy variada y rica fauna de caza menor.

Todavía no había brama y el objeto de nuestro viaje con Eduardo era observar huellas, peladeros, y posibles desplazamientos de los “bonitos” (ciervos, al decir de uno de los paisanos del campo), y de esta manera plantear una estrategia para la cercana brama.

La inmensidad del monte pampeano.

Es un campo  eminentemente de hembras, es decir, un lugar donde acuden los machos en brama (encelados) desde muy diversas distancias, un llamado ancestral al que acuden año tras año, con la finalidad de procrear, de imponerse por la fuerza, sobre otros competidores, y armarse de un harén, “parar rodeo” como se dice en la zona, proteger a sus hembras y una vez finalizada la brama, ya extenuados por la demanda de las hembras y el continuo combate con sus competidores, muchos retornar a sus lugares de origen. Está comprobado que estos viajes de machos a los bramaderos son de muchos kilómetros (algunos estudios hablan de más de sesenta kilómetros). No obstante, Américo pudo observar dos ejemplares con cornamentas aún con felpa, pero de tamaño descomunal. Según él, en uno creía haberle visto en su corona cinco puntas, lo cual daba vuelo a nuestra imaginación, “debe ser un dieciséis puntas, por lo menos” me decía Eduardo; si al observar la corona vemos que tiene tres, es “casi” seguro que nuestro ciervo será de doce puntas. Esta regla a veces no se cumple, pero por lo general es así.

La estancia tiene gran cantidad de fauna.

Hicimos un recorrido por las tres aguadas que tenía el campo, observando huellas con las pezuñas muy separadas y los «pichicos» o cascabiles bien marcados, lo cual nos hablaban a las claras que no eran ningunos pequeños los que las habían dejado. Además, en un «sombra de toro» (monte muy buscado por los machos para  restregar violentamente su cornamenta con la finalidad de rascarse y sacar la felpa que la recubre) que estaba cerca, parecía que lo habían trillado. Era impresionante ver el estado de esa planta, una molienda de ramas y hojas, con un fuerte olor a orín, y la altura hasta la cual estaba prácticamente despojada de hojas y ramas. Ello nos daba una idea de la altura y tamaño del autor. «Vea Don, este bicho es muy grande para hacer este destrozo», nos decía el paisano mientras seguía sus rastros hasta la aguada.

Durante nuestra primera visita los ciervos todavía tenían borra.

A esta altura de los acontecimientos ya no teníamos dudas sobre dónde buscar en nuestro próximo viaje, cuando la brama estuviese ya en pleno apogeo.

Pasaron unos veinte días y Américo me llamó para avisarme que estaban bramando y que nos esperaba.

Ya en la estancia, nos comentaron que la «Brama está tendida», expresión muy usada para significar que la misma se extiende durante varias horas del día. Por tanto, nos pusimos de inmediato con todos nuestros preparativos. Como de costumbre, Eduardo, con su meticulosidad característica, levantó una especie de plano con algunas señas notables para, una vez dentro del bosque siguiendo tras el bramido de algún macho, no perdernos, pues son campos muy extensos, y con muchísimas espesuras, pero con la ayuda del G.P.S. y conociendo detalles de antemano, lo peor que puede pasar es tener que caminar mucho. Finalizado el horario en que braman (que suele ser sobre las diez de la mañana, salvo excepcionalmente durante su climax que es cuando lo hacen prácticamente las 24 horas, aunque esto no dura más de dos o tres días) recurrimos a nuestros radiotransmisores para saber quién está más cerca del vehículo para, si tuvo la suerte de cazar, retirar el animal del monte.

En mi cuello los prismáticos Swarovski 8,5×42 y en la mano mi inseparable .375 H&H mag. con recargas propias.

Bajo la sombra de un hermoso caldén levantamos nuestro campamento. La luna llena alumbraba, aunque estaba saliendo algo tarde, por tanto podría haber intentado un acecho en alguna de las aguadas, pero prefiero recechar a un ciervo de día en el bosque, que esperarlo. Esa noche, mientras cenábamos algo, escuchábamos muy cerca los bramidos, que se iniciaron al caer el sol y continuaron hasta muy tarde. Decidimos descansar para iniciar nuestros movimientos temprano.

Eran las cuatro de la mañana y apurábamos un buen desayuno, como para aguantar hasta el mediodía, mientras decidíamos el rumbo a seguir en función de la dirección en que escuchamos los bramidos.

Con todo el equipo en una pequeña mochila (radiotransmisores, cantimplora, cuchillo grande, chaira, capa impermeable, G.P.S., fósforos, cortaplumas multiuso, linterna pequeña, cinco proyectiles en una canana, para que no hagan ruido, algunos caramelos y tres naranjas), en mi cuello los prismáticos Swarovski 8,5×42 que son mi joya y que, como siempre digo, son los que cazan.  En la mano mi inseparable .375 H&H mag. con recargas propias: punta Swift A-frame 300 gr. con pólvora americana IMR4350, con la cual obtengo una velocidad en boca de cañón de 2.500 pies/seg., con mi última adquisición, un visor Swarovski Z8i de 2-16×50 de retícula iluminada, de una definición superlativa. Por su lado, Eduardo siempre fiel a su .300 W. mag., con una recarga de puntas Sierra de 200 gr, con pólvora Reloder 22, obteniendo una velocidad de 2.900 pies/seg. Sin duda una receta picante y precisa.

Mi rumbo era hacia el sudoeste, pues había escuchado la noche anterior una brama muy sostenida y, además, pasaría cerca de la aguada en donde Américo vio esos dos ciervos con muy buenas cornamentas.

Todavía era de noche y nos manteníamos en silencio.

Los desplazamientos eran sumamente lentos, todavía era de noche y necesario no hacer ruido con las ramas, además mis paradas eran frecuentes con la intención de escuchar. Casi a las seis de la mañana escuché el primer bramido que retumbó en el monte congelándome por lo cercano. Calculaba que faltaría una hora por lo menos para tener luz suficiente para evaluar el trofeo, de manera que decidí sentarme a escuchar y esperar. Es mi forma preferida de cazar en esa época: ubicarme muy temprano, todavía de noche, en algún punto estratégico del campo, para escuchar y poder seleccionar el bramido que más me guste de acuerdo a mi experiencia y de esa forma decidir a cuál entrarle.

Por un rato largo no escuché nada, ya pensaba que el ciervo me habría venteado y escapado, pero de pronto sonó un nuevo bramido, aunque en otra dirección. Era más agudo que el anterior y muy largo (muy sostenido, de esos que no me gustan), y repetía sus reclamos cada diez minutos más o menos. Así siguió un rato, hasta que de pronto se repitió el primero. Era evidente que le contestaba, en un tono muy ronco y muy corto. Un espectáculo maravilloso, puedo asegurarles que estar en el bosque en medio de ese concierto en un amanecer pampeano, con unos rojos increíbles en el cielo, llena mi cuerpo de adrenalina y me retorna a la vida primitiva, tensando mis sentidos al máximo. El trabajo con prismáticos, era continuo e intenso, pero por más que me esforzaba, la luz no era suficiente, solamente se definían las puntas superiores de los árboles. Hacia abajo todo era bruma, lo que ponía a prueba los nervios de cualquiera.

Se escuchaban tropeles de ciervos corriendo, ruidos de ramas rotas intercalados con los bramidos, y los sentía muy cerca, de manera que me senté en el tronco de un caldén a esperar la luz del día.

El autor con su ciervo de catorce puntas.

Paulatinamente mi visión pudo ir penetrando el bosque, detecté unas hembras, parte del harén del viejo ciervo seguramente, y a las cuales, el macho joven intentaba atraerlas. Es común ver que cuando el macho dueño del harén copula con una hembra, aprovecha algún otro macho joven para hacer lo propio con alguna de las otras hembras. Realmente ellas son las que vigilan y cuidan, es una sociedad matriarcal, donde el macho es el encargado de la procreación, ellas llegan primero y cuando determinan que no hay ningún peligro aparece el macho desde las espesuras. Por el contrario, cuando las hembras detectan algún peligro, una de ellas, que por lo general es una vieja, produce un sonido corto, muy fuerte, similar a un golpe de tablas o una tos seca, que pone en fuga a todo el grupo de manera inmediata. Cuántas veces ellas echaron por tierra un largo rececho por no haber tenido la precaución de controlar sus movimientos dentro del monte. Alcancé a ver una de las cuernas del ciervo joven; remataba solo en dos puntas y era más gruesa abajo que arriba, signo más que evidente de la juventud del poseedor. Cuando son horquillados tienen 9 ó 10 puntas por lo general, pero mi intención era que me ayudara a detectar la posición del viejo. Sonó nuevamente el corto y ronco bramido, hubo algunas carreras de hembras y, de pronto, en un claro lo pude ver. Cuello corto, agachado, con papada, y en la corona, aunque con dificultad, conté cuatro puntas. ¿Cuántas cabezas habrá volteado? ¿Será la décima? ¿Estará en regresión? Me preguntaba mientras podía observar que las puntas de la corona se veían romas, muy buen indicio, y con una luchadera bastante larga y de un color marrón oscuro sin llegar a ser negro.

Saliendo con el ciervo del monte.

Había un claro en el bosque y el gran macho lo rondaba sin mostrarse. Era evidente su preocupación por controlar a sus hembras. Corría de una punta a la otra; en un momento arremetió con su cuerna contra un monte bajo, era la representación de la furia, paraba de romper ramas solamente para contestar a los bramidos a su competidor, con un sonido corto, ronco y entrecortado, echando toda su cornamenta sobre sus ancas. Transcurrieron más de quince minutos y me desesperaba, pues estaba a unos 70 metros solamente y podría ventearme en cualquier momento. De más está decir que yo estaba más quieto que una estatua y en cuclillas al lado de unos troncos.

De pronto, y en el medio del claro, lo pude ver bien: catorce puntas hermosas, de luchaderas largas, de color marrón oscuro, con puntas blancas y romas, y muy gruesas. Mientras levantaba lentamente mi rifle recordaba las indicaciones de mi amigo Américo, y agradecía a San Huberto por darme esa maravillosa posibilidad en ese momento.

 

Jorge Borque