África  dorada

Una vez más, me regalaba un montón de emociones

Un nuevo Safari al “Continente Negro”,  África… siempre África. Es como un poderoso imán que nos atrae, y como dije otras veces “si África perdona tu vida, atrapa tu alma”.

Fueron intensos los preparativos, los rifles, las municiones, unas comerciales, otras, recargas adecuadas a cada uno de los rifles a llevar, pasaporte, visa, billetes coordinando los vuelos, permisos para la exportación temporaria de armas y municiones, ropa adecuada, medicamentos y una carga de ilusiones para la aventura… ya estábamos cazando.

El último día de agosto, tomaba el primer vuelo de Mendoza a Buenos Aires, y el mismo día, el segundo vuelo de Ezeiza a Johannesburgo, en vuelo directo, en esta oportunidad en South African Airways. Esta vez me acompañaba mi amigo Pablo.

Los veíamos y escuchábamos constantemente.

Prefiero no enviar las armas y mi maleta directamente de Buenos Aires a Namibia, pues en ocasiones anteriores se me extravió el equipaje, con sus nefastas consecuencias, de manera que retiro mis cosas en Johannesburgo y las embarco nuevamente en el siguiente vuelo a Namibia, y así, hago el cruce por arriba del Kalahari, más tranquilo, y disfrutando de ese interminable paisaje. Al llegar a Windhoek (capital de Namibia) nos esperaba mi amigo John, con quien siempre es muy grato encontrarnos y compartir nuevas aventuras. Un largo viaje en camioneta (aproximadamente 550 Km), hacia el norte en dirección a Angola, más exactamente Damaraland y llegamos al Cuartel General de John, el Elefant Camp, donde posee unas hermosas instalaciones, con cabañas similares en su forma exterior a las casas de los bushmen, pero con un confort de primer nivel.  Fuimos recibidos por el resto de la familia, los trackers, skinners y demás boys que acompañan al cazador desde que inicia el safari hasta que se termina, en una ceremonia a la luz de grandes velas, muy emotiva y singular, difícil de olvidar.

Los objetivos eran en primer lugar el leopardo. Luego en otras áreas ya conocidas buscar un buen eland, un red hartebeest, gran kudú, oryx, cebra, facochero, chita, ñu negro y azul, springbok, steenbok y Damara dik-dik. Eran dos safaris independientes, en 1 x 1, es decir por un lado Pablo, con su P.H., sus trackers y skinners, por otro lado, yo con mi equipo de trackers (mis viejos y queridos conocidos bushmen).

La hermosa sabana salpicada de acacias.

Como de costumbre llevé mi inseparable .375 H&H Mag. con recargas propias, puntas Swift A-frame de 300 gr, con IMR-4350, probadas desde hace muchos años y con excelentes resultados. Por su lado, Pablo inició la cacería también con su .375 H&H Mag. con munición Federal, puntas blandas de 300gr, con buen resultado también. El resto de mi equipo estaba compuesto por unos binoculares Swarovski E.L. 8,5 x 42, mi range finder Leupold (de gran ayuda), un pequeño G.P.S., un excelente cuchillo Muela mediano, y mi cortaplumas Victorinox, siempre de mucha utilidad.

La anterior temporada de lluvias había sido excepcionalmente abundante, por lo que los pastos en los primeros días de setiembre estaban muy altos y dorados, normalmente a esta época la llamo “la de la vista larga”, justamente porque sus hierbas están muy comidas a esta altura del año y se puede ver más lejos.  No pasó eso en esta oportunidad y la observación se veía más dificultada, pero teníamos algo a favor, que las aproximaciones podían hacerse de manera más oculta y nos podríamos acercar más, siempre y cuando tuviéramos el viento en la cara.

Realmente fue “África Dorada”. Caminábamos en un mar de oro, de pastos muy altos, con esas espigas que motivaron el título de este artículo.

El chita del relato.

 

 

 

 

 

 

Como mi principal objetivo era el leopardo, necesitaba con urgencia cazar los cebos correspondientes para colocarlos en lugares adecuados.  Mi primera tarea consistió en cazar un facochero de buen tamaño y una cebra, animales que fueron dejados dos días sin eviscerar a efectos de lograr que se inicie la putrefacción, de manera de ofrecerlos al felino.   Mientras esperaba que eso pasara, me dedicaría a buscar el eland, una cacería muy sacrificada, de muchas horas caminando la sabana durante el día y dentro de los pastos, que en algunas partes nos llegaban al cuello. Durante tres días lo buscamos John y yo, prescindiendo de los trackers. Es una cacería parecida a la del elefante, se buscan buenos rastros frescos y se los sigue. Estimo que caminamos más de cincuenta kilómetros en esos infernales tres días, vimos algunos, pero no eran tirables o no era el que yo quería, hasta que por fin dimos con el ansiado monstruo que pretendía, con mucho esfuerzo y sacrificio, y siempre con la ayuda de San Huberto, por supuesto. Un ejemplar sumamente viejo, con una cornamenta muy gruesa que pesó 1.150 kilogramos y dio medalla de oro en el Rowland Ward.

Por su lado Pablo inició su safari con dos springbok, uno de ellos muy bueno.  Al siguiente día, recechando junto con sus trackers, se encontraron de frente y a no más de veinte metros, con un enorme elefante, el cual pegó un fuerte trompetazo y extendió sus grandes orejas, poniendo en rápida fuga en zigzag a los cazadores que no iban preparados para tan inusual encuentro; no llevaban la munición adecuada y además no teníamos licencia para esta especie.

El autor junto con su tracker, July, y la cría de oryx del relato.

Como nota de color comento que en África escuché varias veces, las historias sobre que los elefantes prefieren atrapar a un negro antes que a un blanco, y esto, por lo visto lo sabía muy bien Gustaff, tracker principal de Pablo, a quien le relucían sus blancos dientes contra el renegrido de su piel cuando se reía y nos comentaba lo sucedido en charlas alrededor del fuego y con un trago en la mano, motivo de risa y bromas durante varios días. La siguiente tarde di cuenta de un hermosísimo red hartebeest. Después de un lindo rececho junto con July (un tracker realmente excepcional), llegamos a colocarnos a unos ochenta metros del animal, y una Swift de 300 gr. en la parte superior de la paleta dio cuenta de un excelente trofeo, cayó sobre los rastros.

Al día siguiente salió Pablo junto con John a recechar cebras en una hermosa sabana salpicada de acacias con esa forma de paraguas, forma que logran el kudú, comiendo por abajo y las jirafas por arriba. A media marcha lograron divisar un chita agazapado, prontamente le hicieron una buena aproximación y ¡oh sorpresa! Eran dos los ejemplares y tenían entre sus mandíbulas un oryx pequeño, que acababan de cazar. Los chitas necesitan un tiempo para normalizar su respiración luego de la tremenda estampida antes de poder tragar su presa, tiempo que será mayor cuanto más sea esfuerzo realizado. Una vez más se verificaba la Ley de los Espacios Africanos de Selvas y Sabanas: “la muerte por la vida”, unos mueren para que otros puedan vivir.

Seguíamos los rastros.

De manera que en esas estaban cuando Pablo los vio, se apoyó en la vara de apoyo y disparó, impactando de lleno en uno de ellos. Excelente trofeo y un dolor de cabeza menos para John (menciono esto por la gran densidad de chitas que viven en esa zona y que son una tortura para los criadores de cabras del lugar.

Ya mis cebos estaban en condiciones de colocárselos al leopardo, de manera que los llevamos a unas montañas rocosas con una densa vegetación (bosque de mopane), atravesadas de grandes ríos secos transitados diariamente por elefantes en busca de agua. Hacen pozos con sus patas y trompas, de una profundidad de aproximadamente sesenta centímetros y aparece el agua que beben. Realmente es emocionante  estar en esos lugares y sobre todo en un acecho, esperando un leopardo y rodeado de esos paquidermos por los ríos secos y los babuinos en lo alto de las rocas, los que gritaban muy fuerte, alarmados, en medio de esa selva tupida, cuando nos veían aparecer.

Los cebos fueron convenientemente colocados y se evisceraron en el lugar, de manera que los aromas inmundos se desparramaron a la redonda, además se hicieron unas “rastras” con las tripas de la cebra por un lado y las del faco por otro, a lo largo del río seco por unos centenares de metros colgando del 4×4.

Un mar de pastos dorados.

El lugar elegido para los cebos era una quebrada en forma de “V”, se colocaron a media altura de un árbol de mopane, fuertemente atados con alambres, en la parte inferior de una rama gruesa, de manera de facilitarle el acceso a la comida al leopardo, y en la otra cara, la opuesta de la quebrada, se armó el puesto, así, en línea recta había sesenta metros exactos, medido con range finder. El mismo estaba construido de  ramas verdes de mopane, pues estábamos inmersos en un bosque de esos árboles característicos del lugar, y la construcción consistía en colocar ramas en pie formando de un cuadrado y luego abrir un agujero en ellas, por donde pondría el cañón de mi rifle, apuntando exactamente a los cebos, apoyado adelante y atrás, con el objeto de no hacer ningún tipo de ruido, pues al que esperaba no era de fiarse y todas precauciones son pocas. Los rastros chequeados en el lugar nos hablaban de un ejemplar mediano según John y los trackers, a pesar de que las improntas en la arena de los ríos secos parecían muy grandes, más o menos como mi ansiedad.

Un buen kudu y una cebra, esta última para ser utilizada como cebo para el leopardo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El primer día de acecho me acompañó Gustaff (el tracker). A ellos no les gusta estar completamente inmóviles durante tantas horas, sin poder estirar las piernas, realmente era un sacrificio para esta gente, que está acostumbrada a hablar desde que se despiertan hasta que se duermen, conversan todos a la vez, realmente no sé como se comunican, es un murmullo constante y cansador. Hacía ruido con la silla, tomaba agua a cada rato, y temblaba de frío cuando se escondió el sol y con muchísimo temor de que se aproximara el leopardo y el “bwana” no lo pudiera ver bien para dispararle. Al día siguiente fui solo, quedamos que vendrían por mí a un lugar distante unos ochocientos metros del apostadero, de esta forma eliminaría muchos ruidos innecesarios. Estar solo en esas inmensas selvas de mopane es muy emocionante y el estado de alerta y estrés muy alto. Sentir cerca a los elefantes rompiendo grandes ramas y estar a unos veinte metros del camino que ocupan para ir y venir, es cosa seria y exige hacer muy bien las cosas. Para entrar ese kilómetro caminando colocaba munición blindada en recámara, y una vez instalado en el puesto la remplazaba por las puntas soft, esta operación se repetía al revés, al salir de esas montañas al caer el sol, incluso parte de noche. Les aseguro que más de una vez se me cortó la respiración al sentir el ruido de una gruesa rama de árbol al ser descuajada por un elefante a no más de treinta metros, lo que me obligaba a caminar por la pendiente de la loma y no por el río seco directamente, para evitar encontrarme con ellos de frente.

El autor junto al tracker, July, y un oryx.

Así pasaron cuatro días de acecho sin resultados positivos, solamente un día apareció uno en la montaña de enfrente, a más de ciento cincuenta metros. Era de tamaño mediano, tenía mucho por crecer todavía. El problema con los felinos fue que durante 2009 en esa zona se desató una epidemia entre los kudúes y se los encontraba muertos en distintos lugares de sabana y bosques, de manera que los leopardos tenían comida fácil. Una preocupación más para mi buen amigo John.

Recorriendo la sabana en busca de un oryx pudimos ver a lo lejos los movimientos en lo alto de unos carroñeros, el “Servicio de Limpieza del África”. Los ágiles ojos de July detectaron el porqué de su presencia, que en principio supusimos otro kudu, pero no era así. El tracker comenzó a ver unos pequeños rastros y se dirigió de inmediato en línea recta hacia un lugar anegadizo donde encontró una cría de oryx de unos diez días de vida, según estimaba el pistero. La explicación es la siguiente: El oryx al nacer no tiene sus pezuñas lo suficientemente fuertes como un ñu, por ejemplo, que al nacer en poco tiempo puede correr, no así el caso de la cría de  oryx que se pone de pie solo para alimentarse de su madre, luego ésta, lo esconde hasta que regresa para darle de mamar nuevamente. Sus pequeñas pezuñas las endurece a lo largo de un mes, tiempo luego del cual, sí puede acompañar a su progenitora. No era prudente dejarlo a merced de los carroñeros, de manera que July lo cargó en sus hombros y lo llevamos al campamento donde lo alimentarían hasta que pudiera valerse por sus medios.

Los objetivos se cumplieron todos excepto el leopardo, motivo y justificación más que suficiente para regresar el año próximo.

Y una vez más, África me regalaba un montón de emociones, bellos amaneceres y atardeceres, la posibilidad de volver a lo primitivo, de experimentar sensaciones, de recordar viejos lances alrededor del fuego, recuerdos de personas muy queridas que a lo mejor desde el cielo compartían todas estas bellas cosas conmigo.

 

Jorge Borque